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| f.: Álvaro F. Polo |
Querida Azul, cuadro de Álvaro F. Polo (2008)
“Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos,
ciegos que ven, ciegos que viendo, no ven”.
José Saramago
El viento balanceaba aquel diminuto cuerpo de mujer con rostro de amor eterno. La tragedia atormentó sus pensamientos a lo largo de su vida. Fue víctima de un desamor. Y apenas había recobrado la cordura.
Al principio, me costaba discernir el verdadero color de sus pestañas. Son largas y espesas como las mías. Sus cobrizos tirabuzones le acariciaban los hombros. Su larga melena era abundante. Es la imagen de ella que más se impregnaba en lo más profundo de mi mente. Luchaba contra el tiempo…y apenas le quedaban unos meses de recuperación, añorando ver reflejada su imagen en el espejo colgado sobre la pared.
“Quiero vivir”. “Quiero despertar”. “Quiero pensar en positivo”. “Quiero ver”.
Estas frases eran sus constantes vitales mientras estuvo aquí recluida. Todas las mañanas me sorprendía ver como observaba detenidamente sus manos. Pero ella era incapaz de ver. Le dolían cada uno de sus dedos. Tengo una imagen difusa de ellos. Recuerdo que eran delgados, sensibles, necesarios e imprescindibles.
Sin poder escribir a penas se empeñaba en rimar versos que yo trascribía con mi puño y letra sobre el bloc de notas. Su voz aún era firme y pausada. Sus pasos eran lentos y comedidos al no querer tropezar con el mobiliario de la habitación. Tres cojines de azul celeste reposaban sobre su cama. Y junto a su mesilla de noche se encontraba un espacioso ventanal, donde ella se acercaba despacito todas las mañanas de esta efímera primavera con el fin de escuchar el cantar de las golondrinas.
Una de esas tardes que es imposible borrar de mi memoria la escuché decir:
“No he de morir por dentro”.
Al principio no lograba comprender el mensaje de “morir por dentro”. El tiempo que pasé junto a ella me enseñó que sus palabras se referían a hacerle frente a la adversidad con fortaleza y honor.
Era una tarea difícil el tratar de reconducir la vida de una mujer que había perdido su capacidad de visión.
Pero sabía muy dentro de mí ser que lo último que no debía hacer era desistir ante el sufrimiento de Clara María. Reconducir su presente, reanimar su estado mental de ánimo y reafirmar su identidad fueron mis deberes durante ocho meses y medio.
Y así entre versos y luchas diarias por mantener el tipo ante los médicos, con una sonrisa en los labios se despidió de mí el día que le dieron su alta médica. Aunque ella vivía en puras tinieblas, podía ver con los ojos del alma. Pasado cinco años me enteré que Clara María había decidido residir en una apacible parroquia del Ayuntamiento de Ortigueira, llamada Santa María de San Claudio a lo largo de su vida. Curiosamente, fue allí donde logró recobrar inesperadamente su visión.
por Amarilis Cotto Benítez
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