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| f.: Luli Dopico |
Carlos Augusto se resiste. Se resiste a perder. No hay derrota posible para él. Se considera un triunfador.
Su ancha frente esconde sus más íntimas preocupaciones. No frunce el ceño. Lo que denota seguridad absoluta. Sus cejas bien pobladas le proporcionan un aire travieso a su mirada. Su larga y ondulada cabellera era un derroche de alegría.
Hoy su imagen frente al espejo reflejaba un rostro diferente. Ya no era aquel niño que rezaba el Padre Nuestro antes de acostarse. Se había convertido en todo un hombre. Un hombre que deseaba ser admirado y reconocido en su profesión. Llevaba escasamente un par de años en la organización y como por arte de magia había escalado hasta las posiciones más relevantes. No obstante, sus dotes dentro del campo de la psicología industrial le ayudaban día a día a posicionarse entre sus compañeros.
En fin, era un psicólogo que aplicaba los conocimientos que había adquirido con el objetivo de mejorar la eficiencia de las empresas, el desempeño de los trabajadores y el bienestar de las personas que componen y colaboran en la organización.
No cabía la menor duda, su presencia era indispensable. Carlos Augusto tenía un espíritu autónomo y proactivo. Sorprendentemente, actuaba con sentido crítico y sensible frente a los problemas humanos y sociales. Su fuente de inspiración era el reconocimiento de la dignidad humana y de su respeto. Se exigía a sí mismo y exigía a los demás. Otro día frente al espejo comienza a mencionar en voz baja ocho de sus funciones como psicólogo industrial. Y dice:
Selección del personal.
Contratación del personal.
Mejorar la productividad y rendimiento de los trabajadores.
Crear un buen clima laboral.
Consultoría de manera individual y grupal.
Resolución de conflictos.
Coaching empresarial.
Cambio organizacional.
No obstante, existen dos funciones que representaban dos retos indiscutibles para Carlos Augusto. Estas funciones son la resolución de conflictos y el coaching empresarial. Lidiar con una gran diversidad de personalidades le suponía observar, dialogar y analizar profundamente. Éste era su método infalible. Por otra parte, proporcionar apoyo emocional, haciendo resurgir de las cenizas la autoestima del ser humano era una función que le consumía demasiada energía. No por ello se negaba a desarrollar estas funciones, sino que más bien optaba por respirar hondo antes de llevarlas a cabo. Algo le faltaba en su vida. ¿Qué podría ser?
Al caer la tarde, pensó detenidamente sobre la manera más eficaz para no sentirse tan abrumado o cansado.
Decide mantenerse en silencio por escasos minutos. Respira profundo. Le invade una nostalgia infantil. Medita sobre su niñez allá en San Claudio, en el regazo de la abuela María, en la iglesia del pueblo, en el florido mes de mayo cuando le llevaba flores a la Madre de Dios, en la escuela aprendiendo la lección...
De repente, recobra la ilusión de rezar. Cierra sus ojos. Inclina su rostro y pronuncia suavemente:
“Padre Nuestro que estás en los cielos…santificado sea tu nombre”…
Carlos Augusto.
Hombre.
Niño.
El niño que una vez fuiste hoy logra resurgir de tus entrañas… y tu fe en Dios ha de mover las montañas.
por Amarilis Cotto









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