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| f.: Luli Dopico |
“Como
flores hermosas, con color, pero sin
aroma, son las dulces palabras para el que no
obra de acuerdo con ellas”.
BUDA
Son las doce. Ni un minuto más ni un minuto menos. Carlos Augusto
Rexach Ferré siente temor. Un temor que no solo le paraliza el habla
si no también el alma. Se siente incapaz de pronunciar su discurso
inaugural. Es un entorno distinto. Un mundo frío y distante el que
pretende abarcar. Sus manos sudorosas y finas tratan de apaciguar su
rizada cabellera. Su mirada le distingue entre el resto de sus
rivales. Sus ojos de color ámbar le otorgan un tono de dulzura en su
rostro tímido y de porcelana. Él era hombre de pocas palabras.
Escueto. Serio, pero con una timidez que le invadía el alma. Hoy se
ve ante la encrucijada de expresarse verbalmente. Su nerviosismo era
inevitable y específico. El tener que hablar en público le
atormentaba la mayor parte del día. Al principio de su mandato,
procuró ocultar su deficiencia. No obstante, logra plasmar sobre dos
folios que sostiene con su mano izquierda gran parte de sus
pensamientos. Medita mientras escribe… Escribe mientras medita. Dos
acciones contrapuestas por sus palabras.
¿Cuándo he de poder vencer a este maldito miedo? - repetía
incansablemente.
¿Es qué no seré capaz de sentirme seguro de mí mismo?- se dijo,
casi extenuado.
Sin embargo, habló, pronunció y calló a través de su voz
entrecortada las voces sobre su supuesta ineptitud e incapacidad. A
sabiendas de refugiarse en las ideas ya escritas, dudó de su
capacidad. Leyó una lección aprendida. Sabía de sobra que le
faltaba emoción a su discurso. Y habría de mover cielo, tierra y
mar con tal de hallar la chispa que hiciera resplandecer sus
palabras.
Las horas transcurrían efímeramente. El tiempo jugaba en su contra.
La paz y el sosiego tardaban en doblegar su espíritu. A duras penas
comenzaba la campaña electoral. Fue una mañana del mes de mayo
cuando Carlos Augusto decidió podar los rosales junto al porche de
su residencia. Aquel día, la calma absoluta reinaba en la Parroquia
de San Claudio. La vegetación exuberante de su edén siempre me
había llamado la atención. Era curioso la gran variedad de árboles
y plantas que había plantado. Había hecho de su jardín su
exclusivo terruño.
Sus manos eran peculiares. Eran demasiado frágiles pero perfectas
para crear ilusión. Rosa, amarillo, rojo intenso y blanco eran los
colores por excelencia de sus rosales. Yo no lograba comprender cómo
un hombre que era capaz de hacer resurgir la vida de una vegetación
muerta o estéril no pudiera extrapolar su ideología sin pesares ni
trabas. Sorpresivamente, la soledad con la naturaleza le brindó la
oportunidad de examinarse a sí mismo. Fue entonces cuando
comprendió que si era capaz de fortalecer e impulsar la vida de
cientos de rosales, también sería capaz de cuidar y enaltecer a
su pueblo a través de sus palabras. La paz que ansiaba alcanzar y
transmitir radicaba en sí mismo, no en otros. Y sus palabras serían
el medio.
¡Cuánto tiempo malgastado buscando mi paz en el exterior!- gritó a
viva voz
De inmediato, arrancó un capullo de rosa de rojo intenso y se lo
prendió sobre su solapa y se dijo convencido:
Así ha de ser… mi amor por este pueblo.
Un amor intenso como el color de este capullo
Sin medias verdades… Un amor sosegado y tranquilo.
Sin percatarse de que sus manos estaban heridas por las espinas,
caminaba despacio pero seguro de sí mismo. Fue así como Carlos
Augusto Rexach Ferré aprendió a armonizar dos conceptos:
Rojo e intenso… a pesar de las espinas.
Por Amarilis Cotto Benítez
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