De los cuatro campos de fútbol que yo recuerdo y donde jugué en San Claudio (La Capilla, Cobelos, Senra y el actual en O Correo), del que guardo los mejores recuerdos es del desaparecido campo de La Capilla.
Tal vez sea porque fue adonde mi padre me llevó por primera vez a ver un partido de fútbol: Arsenal-Frente de Juventudes (3-1), de Ferrol, que era un acontecimiento social. Al ser un niño, la infancia, con sus recuerdos, te marca más; a veces no recordamos lo que hicimos los últimos meses, sin embargo recordamos con claridad nuestra etapa de niños, por eso lo recuerdo con nostalgia.
Al anochecer, cuando venía del molino de la Feria y al pasar por O Curro sentía los gritos del entrenamiento y el golpeteo del balón, deseaba crecer y dejar de ser pequeño para poder estar allí, entrenando, sin dar explicaciones de dónde había estado. Pero no podía ser, no debía desobedecer a mis padres, eran otros tiempos y otra forma de ver las cosas.
Al fútbol iba casi siempre con mi padre. Se juntaba más gente y cuando llegábamos ya éramos un buen grupo. Al pasar por A Casanova me llamaba la atención lo rubia que era la hermana de Tinolo.
Se hacían comentarios sobre los partidos y a los contrarios los clasificábamos por la proximidad geográfica. Los de cerca: Feás, Mera, Furia de Cuíña, Barqueira, eran los más flojos. Imponían más respeto, Cedeira, Juventud de Hierro de Ortigueira y As Pontes, y cuando se hablaba del Viveiro, o del Canodo y Libunca de Ferrol (equipos de lonxe), eran los más temidos.
No recuerdo si cobraban entrada, pero mi padre siempre les dejaba algo de dinero. Decía que sin tirar con los cuartos que tanto escaseaban, había que colaborar con nuestro equipo y sigo estando de acuerdo.
Iba mucha gente al fútbol, el ambiente era excelente. El Mezquita siempre estaba muy arropado. Eran tiempos difíciles, muy duros. Los vestuarios estaban en la cabaña de Nicanor, las duchas en el lavadero de Os Ferreiros, las camisetas blanquiazules (que no eran de Puma ni de Adidas), descoloridas. Tener botas de fútbol era de privilegiados y la mayoría jugaban con los famosos “coreanos” que abrasaban los pies…
En las porterías no había redes y el campo se pintaba en casos excepcionales. Y los balones, al jugar en campos embarrados, eran pesados, y si no que se lo pregunten a mi amigo Escorial, que tras una extraordinaria parada en A Barqueira, se le quedaron marcados en el pecho las costuras del balón. Como consuelo le quedó que no le marcaron ningún gol.
No había televisión ni repetición de las jugadas, ni vídeos deportivos, ni entrenadores de categoría que enseñaran a jugar de verdad al fútbol. Eran otros tiempos, pero peores sin duda.
El fútbol era una de las pocas diversiones y para los jugadores una forma de representar a su parroquia.
En el campo yo entrenaba de la mano de mi padre, por el camino donde estaba la portería del monte y nos colocábamos por detrás. Así nació mi ilusión por ser portero, algo que vería cumplido.
El portero era para mí algo diferente, tenía otra misión que cumplir, vestía distinto con guantes y rodilleras y no era un jugador más, era el único. Estaba solo para defender la portería, que yo veía enorme, y por ello se llevaba los mejores aplausos.
Mi ídolo era Pepe Escorial, nuestro portero. Era ágil, valiente, seguro en el blocaje y en los despejes. Cuando en un momento de un partido Zamora le chilló porque se quedó clavado en la portería, debajo de los palos, en vez de salir, alguien comentó que era muy buen portero pero que flojeaba en las salidas.
Para mí no tenía fallos, era perfecto. Soñaba con ser como él. Blocar, hacer las estiradas a los pies de los delanteros contrarios, desviar el balón por encima del larguero…
En una de esas listas de buenos jugadores que podían llegar lejos, él tendría un puesto asegurado. Muchas veces no fastidia el no triunfar, pero lo que duele de verdad es que nadie dé la oportunidad de demostrar la valía.
Lo tenemos comentado con otros colegas de su época (Sanjuán, Carballés, Bebito) y todos coincidimos en lo mismo: Escorial era el mejor, el número uno, además era y es buena persona. Mucho y de muy diversos temas tenemos hablado en A Forxa de Andrés de Grañeiro, y coincidíamos plenamente.
Volviendo al campo de La Capilla, la alineación clásica de aquel Mezquita de los años '60, era: Escorial, Tinolo, Zamora, Serrano Chente Coto, Pío (o Paco Escorial), Javier Fonte, Paco Figueira, Pepín da Capilla, Toñito Peña y Manolo Eduardo.
Durante un tiempo Toñito Peña (que tenía novia en San Claudio) trajo refuerzos de Cariño con él, (Fayado, Bernardo, Pedrito, Jacobo). Se formó un auténtico equipazo y ganaban todo con relativa facilidad, pero enseguida se marcharon y se volvieron a perder muchos partidos.
Se decía que los de casa sudaban más la camiseta, que se sacrificaban más. Todavía hoy, en la actualidad, y en equipos semi-profesionales, los que tienen más casta, más orgullo y sacan las castañas del fuego son siempre los de casa.
Yo solamente jugué dos veces en La Capilla. Partidos da Rocha contra A Feira, unos partidos que se me antojaban como algo heroico.
La primera vez ganamos por 5 a 2, recuerdo la satisfacción que traía de regreso al Sixto, y cuando me felicitaban por ser uno de los mejores. La segunda vez resultó mal. Yo era muy pequeño y Pepe de Fina se dio cuenta de que no llegaba al larguero y me marcó muchos goles. Todos por arriba, dolorosos goles, que ni estirándome mucho daba llegado a pararlos.
Quizá fue mi primera lección, un buen portero debe tener buena estatura. Otro mal día, el viejo campo de La Capilla, apareció plantado de eucaliptos y se terminó el fútbol en San Claudio para nosotros. Sentí mucha pena.
Se tardaría bastante en que un grupo de chavales, yo incluido, formáramos un nuevo equipo en un mini campo, en los Cobelos.
Hace unos días volví por donde era el campo de La Capilla, y sentí extrañas sensaciones, desde niño nunca había vuelto por allí. Todo era diferente. Donde se jugaba al fútbol, ahora reinaban monte con eucaliptos y silvas. En aquella espléndida tarde de sol, en vez de bullicio y aplausos, se escuchaba el silencio y la calma.
Entré por el mismo camino de antes; recorrí el sitio donde me colocaba por detrás de la portería, paseé por donde había estado el área grande, llegando hasta el centro del campo, donde debería estar un gran terrón de hierba dentro de una calva de campo…
Cerré los ojos en aquella soledad y por unos momentos me vi sentado al lado de mi padre, detrás de la portería, mientras Escorial, mi ídolo, ordenaba a su defensa en el saque de córner.
Emocionado marché de allí, caminando despacio, pensando en cómo pasa la vida. Atrás quedaba lo que fue nuestro campo de fútbol con sus sudores y añoranzas, el rincón de un ilusionado niño que soñaba con ser portero y del que guardo imborrables recuerdos.
Pepe Salas Martínez


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